Tanto amó Dios al mundo…
(Juan 3,16-18)
Juan
3,16-18:
En
aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:
—Tanto
amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que quien crea en
él no perezca, sino que tenga vida eterna.
»Pues
Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él.
»El
que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está
condenado, porque no ha creído en el hijo único de Dios.
En
el capítulo 3 del evangelio de Juan encontramos el encuentro de
Jesús con Nicodemo, un maestro de la ley. Más tarde, lo volveremos
a ver defendiendo a Jesús frente a las acusaciones sin fundamento de
los fariseos, aunque con poco éxito (7,50), y después de la muerte
de Jesús, ayudará a José de Arimatea a bajar el cuerpo de la cruz
y sepultarlo (19,38-39).
El
diálogo con Nicodemo es complejo, porque a Juan le gusta contar las
cosas con juegos de palabras e insinuaciones; así deja entrever que
el mensaje de Jesús y su persona son más grandes de lo que podría
explicarse en una frase. En dos ocasiones Nicodemo pregunta «¿cómo
puede ser eso?» porque Jesús le está hablando en símbolos y él
no le entiende. «Nacer de nuevo» significa «nacer del agua y del
Espíritu», es decir, del bautismo, que renueva de raíz la vida de
la persona bautizada. El maestro de la ley se extraña porque está
pensando en un nuevo nacimiento físico. Por eso Jesús tiene que
explicarle despacio su mensaje.
Juan
utiliza muchas veces esta técnica en su evangelio: Jesús menciona
algo como símbolo (el nacimiento, el agua, el pan del cielo…) y
los que le oyen creen que está hablando de elementos físicos y
cotidianos. Así Jesús tiene que hacer de educador, acompañando a
la persona que no entiende hacia una sabiduría muy profunda.
Tanto
amó Dios al mundo.
Todo
empieza por el amor de Dios. Este es el origen de cualquier
movimiento de Dios hacia las personas, y también la convicción por
la que debería empezar nuestra evangelización. Sin la conciencia
profunda de que todo proviene del amor de Dios, nuestro mensaje se
queda fofo, vacío. Mucha gente que desconoce el cristianismo cree
que lo más importante de nuestra religión es una serie de
prohibiciones que llamamos pecados. Otros, que conocen un poco más,
admiran el mandamiento del amor: «amaos los unos a los otros». Pero
nada tiene sentido si nos olvidamos de dónde ha comenzado todo: en
el amor inmenso de Dios. Solo cuando ha quedado claro este punto,
vale la pena seguir adelante y conocer más a Jesús. Dio a
su hijo único.
¿Qué ha hecho Dios por amor?, el regalo más grande que puede hacer
nadie, darse a sí mismo, regalarse a la humanidad en la persona de
Jesucristo. La entrega de Jesús incluye también el extremo al que
llegó: dar la vida por amor en la cruz. Es un regalo gratuito de
verdad, que no espera nada a cambio. Para que quien crea en él no
perezca.
¿Qué hubiese pasado si Dios no hubiese dado a su Hijo? ¿Cuál es
la esperanza de la humanidad sin Dios? Juan responde con el verbo
«perecer». Sin Jesús —dice—, todo lo demás pierde el sentido;
la vida misma no es más que el sucederse de hechos sin destino, sin
objetivo. Para el evangelista todo el sentido del mundo está en
Jesús, incluso las vidas de aquellos que desconocen al propio Jesús.
Dios nos ha querido hablar de muchas maneras para expresarnos su
amor, pero lo ha hecho de forma definitiva en Jesús; por eso
conocerlo y seguirlo es lo más grande a que un ser humano puede
aspirar. Sino
que tenga vida eterna.
La
vida es el gran don de Dios. Ya las religiones antiguas intuyeron que
«los dioses» daban vida, y por eso hacían sus ritos en manantiales
de agua, en bosques…, en lugares donde bulle la vida. Para Juan la
vida no es solo la biológica, sino también la plenitud del ser
humano que ha encontrado a Jesús y se decide a seguirle.
Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino
para que el mundo se salve por él.
Muchos
grupos judíos del siglo I esperaban un Mesías enviado por Dios.
Algunos lo veían como el juez del final de los tiempos, que dará a
cada uno su merecido; el pueblo de Israel iba a ser rescatado de la
opresión, y los pueblos extranjeros serían castigados.
Frente
a esta idea que subrayaba la condena, el evangelio de Juan quiere
resaltar la libertad. Dios no envía a su Hijo para condenar; Jesús
no viene para fastidiar. Lo que Jesús nos trae no es un listado de
normas que nos hace infelices, que limita nuestras posibilidades, que
nos hace ser menos humanos. Todo lo contrario, su mensaje nos permite
entender de forma auténtica qué significa ser humano: dar la vida
por los amigos. Solo el amor puede ser la respuesta a las
aspiraciones del alma. Cualquier sucedáneo, cualquier respuesta
parcial, acabará volviéndose en contra de la propia persona.
El
que cree en él no será condenado;
pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el
hijo único de Dios.
Termina
el fragmento insistiendo en la libertad. Dios no condena, Dios no
castiga; él deja que el ser humano decida. Junto a la libertad está
la responsabilidad, que tantas veces nosotros olvidamos. Las
decisiones humanas tienen sus consecuencias, pero no porque Dios se
enfade, sino porque cada decisión implica siempre emprender un
camino, y todo camino lleva a alguna parte.
Juan
le pone un nombre a la decisión fundamental: la fe, el creer. Para
él, la vida se juega entre creer o no creer que Jesús sea el Hijo
de Dios. Quizá dicho así suene demasiado simple; hay que tener en
cuenta que para Juan «creer» no es asentir a una idea, un concepto,
sino aceptar con toda tu mente y corazón que Jesús, como enviado de
Dios, nos hace personas nuevas. Es un asunto que implica la vida
entera. Como siempre, el evangelio es una invitación. Nos llama a
considerar sus palabras despacio, a pensarlas en profundidad.
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