martes, 16 de septiembre de 2014

Tanto   amó   Dios  al  mundo…           

(Juan 3,16-18)


Juan 3,16-18:
En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo:—Tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.»Pues Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.»El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el hijo único de Dios.
En el capítulo 3 del evangelio de Juan encontramos el encuentro de Jesús con Nicodemo, un maestro de la ley. Más tarde, lo volveremos a ver defendiendo a Jesús frente a las acusaciones sin fundamento de los fariseos, aunque con poco éxito (7,50), y después de la muerte de Jesús, ayudará a José de Arimatea a bajar el cuerpo de la cruz y sepultarlo (19,38-39).El diálogo con Nicodemo es complejo, porque a Juan le gusta contar las cosas con juegos de palabras e insinuaciones; así deja entrever que el mensaje de Jesús y su persona son más grandes de lo que podría explicarse en una frase. En dos ocasiones Nicodemo pregunta «¿cómo puede ser eso?» porque Jesús le está hablando en símbolos y él no le entiende. «Nacer de nuevo» significa «nacer del agua y del Espíritu», es decir, del bautismo, que renueva de raíz la vida de la persona bautizada. El maestro de la ley se extraña porque está pensando en un nuevo nacimiento físico. Por eso Jesús tiene que explicarle despacio su mensaje.Juan utiliza muchas veces esta técnica en su evangelio: Jesús menciona algo como símbolo (el nacimiento, el agua, el pan del cielo…) y los que le oyen creen que está hablando de elementos físicos y cotidianos. Así Jesús tiene que hacer de educador, acompañando a la persona que no entiende hacia una sabiduría muy profunda.

Tanto amó Dios al mundo.Todo empieza por el amor de Dios. Este es el origen de cualquier movimiento de Dios hacia las personas, y también la convicción por la que debería empezar nuestra evangelización. Sin la conciencia profunda de que todo proviene del amor de Dios, nuestro mensaje se queda fofo, vacío. Mucha gente que desconoce el cristianismo cree que lo más importante de nuestra religión es una serie de prohibiciones que llamamos pecados. Otros, que conocen un poco más, admiran el mandamiento del amor: «amaos los unos a los otros». Pero nada tiene sentido si nos olvidamos de dónde ha comenzado todo: en el amor inmenso de Dios. Solo cuando ha quedado claro este punto, vale la pena seguir adelante y conocer más a Jesús. Dio a su hijo único. ¿Qué ha hecho Dios por amor?, el regalo más grande que puede hacer nadie, darse a sí mismo, regalarse a la humanidad en la persona de Jesucristo. La entrega de Jesús incluye también el extremo al que llegó: dar la vida por amor en la cruz. Es un regalo gratuito de verdad, que no espera nada a cambio. Para que quien crea en él no perezca. ¿Qué hubiese pasado si Dios no hubiese dado a su Hijo? ¿Cuál es la esperanza de la humanidad sin Dios? Juan responde con el verbo «perecer». Sin Jesús —dice—, todo lo demás pierde el sentido; la vida misma no es más que el sucederse de hechos sin destino, sin objetivo. Para el evangelista todo el sentido del mundo está en Jesús, incluso las vidas de aquellos que desconocen al propio Jesús. Dios nos ha querido hablar de muchas maneras para expresarnos su amor, pero lo ha hecho de forma definitiva en Jesús; por eso conocerlo y seguirlo es lo más grande a que un ser humano puede aspirar. Sino que tenga vida eterna.La vida es el gran don de Dios. Ya las religiones antiguas intuyeron que «los dioses» daban vida, y por eso hacían sus ritos en manantiales de agua, en bosques…, en lugares donde bulle la vida. Para Juan la vida no es solo la biológica, sino también la plenitud del ser humano que ha encontrado a Jesús y se decide a seguirle. Dios no envió a su hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.Muchos grupos judíos del siglo I esperaban un Mesías enviado por Dios. Algunos lo veían como el juez del final de los tiempos, que dará a cada uno su merecido; el pueblo de Israel iba a ser rescatado de la opresión, y los pueblos extranjeros serían castigados.Frente a esta idea que subrayaba la condena, el evangelio de Juan quiere resaltar la libertad. Dios no envía a su Hijo para condenar; Jesús no viene para fastidiar. Lo que Jesús nos trae no es un listado de normas que nos hace infelices, que limita nuestras posibilidades, que nos hace ser menos humanos. Todo lo contrario, su mensaje nos permite entender de forma auténtica qué significa ser humano: dar la vida por los amigos. Solo el amor puede ser la respuesta a las aspiraciones del alma. Cualquier sucedáneo, cualquier respuesta parcial, acabará volviéndose en contra de la propia persona. El que cree en él no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el hijo único de Dios.Termina el fragmento insistiendo en la libertad. Dios no condena, Dios no castiga; él deja que el ser humano decida. Junto a la libertad está la responsabilidad, que tantas veces nosotros olvidamos. Las decisiones humanas tienen sus consecuencias, pero no porque Dios se enfade, sino porque cada decisión implica siempre emprender un camino, y todo camino lleva a alguna parte.Juan le pone un nombre a la decisión fundamental: la fe, el creer. Para él, la vida se juega entre creer o no creer que Jesús sea el Hijo de Dios. Quizá dicho así suene demasiado simple; hay que tener en cuenta que para Juan «creer» no es asentir a una idea, un concepto, sino aceptar con toda tu mente y corazón que Jesús, como enviado de Dios, nos hace personas nuevas. Es un asunto que implica la vida entera. Como siempre, el evangelio es una invitación. Nos llama a considerar sus palabras despacio, a pensarlas en profundidad. 

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